lunes, 10 de junio de 2013

El muchacho indígena.

Me habían hablado del indio que estaba de criado en la casa, pero los primeros días, contaminado de prejuicios, me mantuve distante e indiferente a su presencia. Fue esa imagen de su torso desnudo y de su sexo insinuándose bajo el short la que lo reveló a mis ojos. Pasaba mis vacaciones de verano con mi padre en casa de mi abuela. Como era costumbre después del almuerzo, me quedé jugando en el patio mientras los demás dormían, pero aquella siesta,  en lugar de dar vueltas y vueltas por los corredores de la casa,  preferí sentarme en la mesa grande que daba justo frente a su habitación sin puerta. Desde mi posición podía verlo dormitar en la pieza, las piernas extendidas en la cama y la piel oscura contrastando sobre las sábanas claras.  Me puse a barajar unas cartas como si jugara con ellas aunque en realidad aquello no era otra cosa más que un simulacro para poder espiarlo. Eran los años más virulentos de mi adolescencia y mis ojos iban y venían del patio al interior de la habitación esforzándose por adivinar las formas de su cuerpo,  provocando que el elástico de mi ropa interior cediera a la presión de mi excitación. De pronto,  abrió los ojos, me vio y sonrió levemente. Asustado hundí la mirada en la mesa. Lo sentí dejar el cuarto y venir a mí. Se quedó callado observándome manipular las cartas.  Necesité de unos segundos para sacarme el miedo y lograr por fin pedirle que me acompañara. Aceptó y se puso a mi lado para escuchar mi explicación porque me dijo que no sabía jugar. Era la primera vez que hablaba con él, que lo tenía tan cerca  para apreciar por ejemplo su nariz pronunciada que le daba a su rostro una virilidad que los muchachos de su edad no tenían. No tuvimos tiempo de iniciar la partida. La voz de mi abuela ordenándole no sé que cosas  interrumpió nuestro juego y un aire de decepción se dibujó en su rostro. En todo caso el intento me sirvió de excusa para comenzar a frecuentarlo.  Mi abuela desde el principio desaprobó aquella amistad. Siempre que podía me recordaba su profundo desprecio por los indígenas. Me resulta curioso cuando pienso que su cara, la mía, la de todos en ese pueblo perdido,  se diferenciaba poco de la de aquel muchacho que ella tanto despreciaba por ser indio.  Todo en él le molestaba. A mí en cambio cada día que pasaba a su lado él me atraía más,  sólo me faltaba el coraje para hacérselo saber.
Un día que estábamos trepados a un árbol cerca de la casa, él sentado frente a mí con las piernas abiertas de par en par, no pude contener mi deseo y  le toqué el sexo.  Mi gesto fue rápido y un poco brusco pero suficiente para memorizar el contorno de su miembro antes de que él me retirara la mano.  No reaccionó molesto ni con violencia pero el movimiento me hizo resbalar del árbol. Los arañazos a lo largo de mis piernas y vientre  no me dolieron tanto como el verlo castigado por culpa mía. No tuve cara para cruzarme con él durante días. Me carcomía la culpa y también el miedo de que contara algo, de que no me lo perdonara nunca. Pero el día de mi cumpleaños se acercó a mí con un regalo.  Era una lechuza pequeñita acurrucada en el fondo de una caja.  No me atreví a hablar de lo que había pasado en el árbol ni a pedirle disculpas,  él tampoco mencionó el tema. En la casa mi abuela pegó el grito al cielo cuando vio el ave. Decía que las lechuzas traían piojos y mala suerte. Nos ordenó que la regresáramos a su nido. Yo por supuesto no  obedecí  la orden. Decidí conservarla a escondidas de todos y con ayuda suya funcionó por un tiempo hasta que lo descubrió mi padre. Esta vez le desligué de toda responsabilidad para que solamente me castigaran a mí.  La desobediencia dejó en mis piernas la marca roja del cinturón de mi padre. Dolido me refugié a la sombra de un algarrobo desde donde no se veía la casa. Él me había seguido los pasos sin decir nada. Me senté bajo el árbol y oculté mi cabeza entre mis rodillas para que no me viera llorar. Algo de vergüenza me daba hacerlo frente a él. Ni si quiera  lo vi lagrimear el día que mi padre le castigó por mi culpa,  por eso no quería que me viera en ese estado. Recuerdo que le pedí que se fuera pero esperó a que me calmara y después se sentó a mi lado, tan cerca que cuando incliné ligeramente la pierna hacía él ésta hizo contacto con la suya. Él, en lugar de alejarla,  la dejó pegada a la mía y fue acercando primero su hombro, luego su respiración, hasta que todo su cuerpo se dejó caer sobre mí. Entonces tomó mi mano derecha y la introdujo entre sus piernas. Sentí su miembro en erección palpitando tras la tela del short pero yo mantuve la cabeza entre mis rodillas tratando de dibujarme mentalmente su sexo. Cuando volteé para verlo descubrí su rostro pegado al mío, su boca respirando sobre la mía impidiéndome que avanzara hasta su verga.  Me contenté con  liberarla por la entrepierna del short y acariciársela en esa posición. Mi mano subía y bajaba el tallo de su miembro, lo sujetaba con fuerza repitiendo el mismo movimiento de cuando me masturbaba pensando en él. Pronto su esperma salpicó su vientre y se me escurrió entre los dedos. Se levantó  de prisa para limpiarse con lo que encontraba. Se había bajado el short para evitar que se le manchara.  Mientras se limpiaba frente a mí vi su cuerpo desnudo a  la luz del día. Una línea de  sudor se deslizaba por su espalda morena.  Se sacudió el pasto que se le había pegado en los muslos y brazos para luego volver a ponerse rápidamente el short. Se marchó sin despedirse ni decir nada. Yo me quedé sentado en aquel lugar sin  intención de regresarme aquel día pero cada tanto él me silbaba desde la casa llamándome. Ya bien entrada la noche y viendo que no regresaba, vino a buscarme por orden de mi padre. Tuve que seguirle. Conocía los castigos de mi padre y temía  que se molestara aun más. Además el hambre ya no me dejaba pensar. Cuando volvimos  todos estaban acostados. Él se retiró a su pieza y yo me hice pequeñito para no despertar nuevamente la cólera de mi padre. 
La mañana siguiente cavilé durante horas al no verlo por la casa. No habíamos hablado de lo ocurrido la noche anterior.  Luego supe que se había ido con mi padre a cazar.  A su regreso me puse a mirarle mientras faenaban las presas atrapadas. Él me miraba a veces y sonreía. En un momento lo distraje y dejó caer  uno de los cuchillos. La distracción le valió una reprimenda por parte de mi padre pero no dejó por ello de seguirme el juego que se extendió al almuerzo y provocó que nos llamaran la atención varias veces ese día.  Durante la siesta, como todas las otras,  yo me quedé despierto. Un  silencio pesado y caliente invadió la casa.  Lo vi acostado en su cama pero no estaba durmiendo, sino mirándome. Entonces pasé frente a su pieza y le dejé saber que salía.  Nos encontramos bajo el mismo algarrobo del día anterior. Me recosté contra el tronco y él fue acercándose a mí igual que un venadito salvaje. Se colocó a mi lado y luego de mucho pensarlo extendió finalmente sus manos para acariciarme el pecho, las nalgas, el sexo hasta que se bajó el short y  me mostró su verga tiesa balanceándose en el aire.  Después la apretó contra mi cuerpo y empezó a frotarse contra él. Me sacó la ropa, me besó el cuello. Yo le besé los labios,  también le besé el cuello mientras mis manos le recorrían el cuerpo. El calor de la siesta era intenso y  lubricaba nuestras pieles de sudor haciendo que nuestros cuerpos se deslizaran  fácilmente. Ya íbamos cayendo al suelo cuando el golpe de un latigazo sobre nuestros cuerpos nos separó de pronto. Era mi padre que se abalanzaba con su cinturón sobre nosotros.  Al no poder dormir por el calor de la siesta y no hallarnos en la casa se puso a buscarnos. Sus sospechas desde que nos había visto demasiado cercanos el uno al otro lo guiaron hasta el algarrobo. La escena que descubrió le incendió de rabia. Pensó que aquello se me pasaría luego de otros buenos cintarazos. Mi abuela por supuesto le echó la culpa al indio.  Algunos días más tarde, tras verme rondar la casa como un  fantasma, mi padre y mi abuela decidieron que mis vacaciones se terminaban ahí. Regresé a la ciudad con mi madre y nadie nunca en la familia comentó aquel verano.  Yo en cambio luego de tantos años no consigo  olvidarlo. Todavía hoy vive en mi memoria aquel muchacho indígena que asustado huyó al monte y no volvió más.  
                                                                                                                              J.G. Hood.