miércoles, 15 de mayo de 2013

Relato VI

          No estaba buscando nada. Comencé a mirarle porque me pareció atractivo y una buena ocasión para distraerme.  Pero lo que comenzó como un juego pronto se me escapó de las manos. Su aspecto de chico Ralph Lauren, sus ojos profundos y verdes me llevaron a sentarme justo frente a él. Después su camisa entreabierta  hizo el resto.  Me puse a observar su torso como adivinándolo bajo la tela. Tuve ganas de desabrocharle algunos botones más, de esparcir mis dedos sobre su pecho e ir bajando. La idea fue excitándome poco a poco hasta que ya no pude ocultarlo. Sus ojos se habían detenido sobre mi bragueta. Él comprendió de inmediato lo que me estaba pasando.  Sudé frío. Pensé que me tomaría por un pervertido. Sin tiempo para prevenir a mi propia consciencia me levanté. Disimulé con dificultad el bulto entre mis piernas y abandoné el vagón. Me ardía el rostro, de la vergüenza seguro pero no me detuve a mirar detrás de mí.   Sólo caminé para dejar la estación cuanto antes. Me dirigí a la escalera mecánica más cercana, lo más rápido que pude. Ya sobre ella  una mano se posó en mi hombro, me obligó a girar para ver de quién se trataba.  Era él extendiendo su mano hacía mí. Creí ver un puño amortiguándose en mi cara aunque en realidad la mano me acercaba un teléfono parecido al mío.  Mi mente hiló las imágenes y todo se volvió evidente. - ! Ah, sí mi teléfono! - Dije y casi se me atora el pie en la escalera. En aquel momento no me hubiera disgustado que  me tragara aquella máquina.  Prácticamente se lo arranqué  de las manos sin atinar a darle las gracias por el gesto. Me sentí extremadamente torpe.  Por suerte él supo romper el hielo con una sonrisa, después me recorrió el cuerpo con la mirada.  El calor en la cara de hace unos instantes comenzó a concentrarse entre mis piernas. Sentí como se me desperezaba otra vez el miembro. Introduje las manos en mis bolsillos para disimular cualquier forma que pudiera delatarme. La tensión entre los dos nos dirigió  hacía la oscuridad de unos árboles en una esquina.  Durante los pocos metros que hicimos juntos alcancé a rozar su cuerpo y cuando se detuvo, se colocó frente a mí, tan cerca que pude sentir su aliento resbalar por mi mejilla y entrar en mi boca. Su cuerpo entero desprendía un calor que me atraía a él y como si me balanceara el viento fui acercándome a su cuerpo,  cada vez más cerca hasta que sus labios tocaron los míos y mi lengua se enredó a la suya. No me importó que aquello fuera en plena calle, tampoco me hubiese preocupado si nos hubieran visto. Estaba como embotado y fuera de mí.  Lo único importante era la sensación de su cuerpo recibiéndome entre sus brazos. Deslicé una mano sobre su pecho y pegados como estábamos pude sentir su sexo endureciéndose contra el mío. Aquel beso en mi memoria duró largo rato aunque apenas fueron segundos. Éramos dos tipos devorándonos en público pero que más daba, el tipo besaba despacito, me sujetaba a él como si temiera perderme y ciertamente algo perdido yo estaba. Me costaba resistirle, pensar en frío. El No difícilmente alcanzaba a oírse en el fondo de mis pensamientos. Cuando por fin lo oí ya estábamos subiendo a su piso pero antes de entrar me detuve y sin explicarle nada lo dejé allí esperando. Luego supe que se enfadó bastante. Sí, me fui y la explicación es simple; cuando vi reducirse aquel beso a un simple encuentro de una noche o pocas horas, recordé lo insípido que me resultaba el sexo pasajero,  lo incómodo que es hacerlo cuando está vacío de palabras porque nada se sabe del otro.
 Es verdad, camino a casa me arrepentí de la decisión tomada. Pasé aquella noche y otras más pensando en él. En el recuerdo su  belleza había adquirido una insospechada perfección. Pero volvimos a cruzarnos y algo ya era distinto. La curiosidad me llevó a invitarle un trago. Sus palabras fueron desvelando a un chico banal y no tan atractivo como lo quise ver. Nuestra conversación pronto tomó el matiz de una simple transacción entre cuerpos; posiciones, medidas fueron expuestas sobre la mesa como quien vendiera un producto. Comprendí que la perfección quedó en aquel beso y que el resto era cosa perdida. Pagué los tragos y por cortesía intercambiamos números. Quedamos en vernos. Lo cierto es que ni él, ni yo volvimos a insistir. Quizás el desencanto fue mutuo. Pero ya no importa,  yo no buscaba nada. 
J.G. Hood.

lunes, 6 de mayo de 2013

Pequeñas leyendas.

Antes del tiempo el vacío lo llenaba todo. Sólo los dioses, infinitos en número, contemplaban aquel universo sin vida. Uno de ellos, el viento, había creado a un ser parecido a los hombres de hoy. Lo esculpió soplando las montañas primitivas y le dio la belleza de los dioses. Sin embargo no consiguió que su creación se levantara del suelo.  Aquel ser permanecía tendido sobre la tierra como atrapado en un sueño, inmóvil y desnudo al igual que las rocas en las que fue tallado. Entonces el cielo, que también era un dios, atraído por la belleza de aquel ser expuesto bajo sus pies se detuvo a contemplarlo y a observar sus formas imaginándose que lo acariciaba y que se abrazaba a él. La excitación  hizo que dejara caer unas gotas de su esperma sobre él cuerpo de la criatura.  Cuando el líquido se deslizó sobre la piel de aquel ser, éste despertó del sueño profundo en el que había nacido y allí él, que nunca antes había visto el color del cielo, se quedó fascinado por el azul profundo e inmenso que percibían sus ojos y parecía abarcarlo todo. Pensó que si caminaba hasta donde se juntaba con la tierra llegaría a tocarlo. Se puso en marcha hacia el horizonte lejano donde creía se encontraría con el cielo pero a medida que caminaba el horizonte parecía alejarse de él y por más que corriera rápido no lo alcanzaba. Así corrió y siguió corriendo hasta que de pronto cayó en el dios-abismo que se abría en su camino. El  cielo desesperado al ver como la criatura caía en los brazos del otro se lanzó del firmamento para atraparla. Pudo apenas tomarlo entre sus brazos cuando ya ambos se estrellaban contra el suelo. Del cuerpo de aquel ser brotó la primera sangre que se mezcló a las chispas en las que se deshizo el cielo. En el lugar  surgió un gran río de fuego rojo que colmó  desfiladeros y valles secos. Tras secarse el río, en su lecho nacieron las plantas, las bestias y los primeros hombres. Cuentan los antiguos que allí donde los dos cayeron, el río de fuego sigue brotando de la tierra como aquel día en memoria de ellos.

J.G. Hood.