viernes, 6 de diciembre de 2013

Déjà vu

     Joel fue el nombre con el que se me presentó cuando subí a su coche aquella tarde. Poco tiempo después mi mano se precipitaba sobre su bragueta y él comenzaba a desabrocharme el vaquero. Al principio quise detenerlo: estábamos estacionados en pleno centro de la ciudad y la gente no tardaría en invadir las calles al salir del trabajo. Pero su voz grave en mi oreja, sus movimientos afirmados y la textura vellosa de aquel cuerpo pegado a mí, acabaron por convencerme de que el polarizado en las ventanillas nos ocultaría de los transeúntes. Al rato sus dedos se deslizaban entre mis nalgas y se introducían en mí sin que yo me opusiera a ello. Mi sexo apoyado contra su costado derecho respondía firme a sus caricias y a cada una de las palabras que fue colocando en mi mente. Se bajó el pantalón hasta los tobillos, me acercó a su miembro y me sujetó la cabeza como si temiera que yo me escapara de su entrepierna. Después me retiró lo que me quedaba de ropa, me extendió de espaldas a él, sobre los asientos reclinados y convertidos en una improvisada cama. Cuando se echó sobre mí, presionando su sexo contra mis glúteos, comprendí lo que estaba buscando. Le hablé de un motel que conocía para estar más cómodos: él esquivó la propuesta y ni siquiera la reconsideró cuando una pareja de policías pasó a nuestro lado. Confieso que en ese instante pensé en abandonar el vehículo. Sin embargo aquello no pasó de un susto y ni lo incómodo del habitáculo en el que estábamos superaba la excitación que me producían su respiración agitada sobre mi boca y su cuerpo caliente frotándose contra el mío. Segundos después ya no me importó ni el lugar ni la gente pasando al rededor. Me adapté a sus deseos. Me dejé penetrar sin resistencia y luego acepté que acabara en mi boca. En el momento el gesto me valió sus elogios y el placer de sentir aquel fluido sobre mis labios fue lo suficientemente intenso para no pensar en los riesgos. Recién ahora comprendo lo estúpido que era durante esos años de mi juventud. Me bajé del coche ilusionado, con su olor todavía impregnándome la piel y con la promesa de que volveríamos a vernos. Por supuesto, me quedé esperando. Perdí la cuenta de la veces que pasé por el lugar donde nos habíamos conocido aquella tarde y esa primera semana su nombre estuvo llenando mis noches de insomnios. Afortunadamente la desilusión del momento se diluyó con el transcurrir de los días y su  recuerdo terminó perdiéndose entre tantos otros que fui acumulando con los años. Por eso esta tarde cuando el muchacho me preguntó mi nombre y que yo busqué desesperadamente la respuesta en el retrovisor de mi coche tuve como una sensación de déjà vu cuando le dije que me llamaba Joel.
J.G. Hood.