Joel fue el nombre con el que se me
presentó cuando subí a su coche aquella tarde. Poco tiempo después mi mano se
precipitaba sobre su bragueta y él comenzaba a desabrocharme el vaquero. Al
principio quise detenerlo: estábamos estacionados en pleno centro de la ciudad
y la gente no tardaría en invadir las calles al salir del trabajo. Pero su voz
grave en mi oreja, sus movimientos afirmados y la textura vellosa de aquel
cuerpo pegado a mí, acabaron por convencerme de que el polarizado en las ventanillas
nos ocultaría de los transeúntes. Al rato sus dedos se deslizaban entre mis
nalgas y se introducían en mí sin que yo me opusiera a ello. Mi sexo apoyado
contra su costado derecho respondía firme a sus caricias y a cada una de las
palabras que fue colocando en mi mente. Se bajó el pantalón hasta los tobillos,
me acercó a su miembro y me sujetó la cabeza como si temiera que yo me escapara
de su entrepierna. Después me retiró lo que me quedaba de ropa, me extendió de
espaldas a él, sobre los asientos reclinados y convertidos en una improvisada
cama. Cuando se echó sobre mí, presionando su sexo contra mis glúteos,
comprendí lo que estaba buscando. Le hablé de un motel que conocía para estar
más cómodos: él esquivó la propuesta y ni siquiera la reconsideró cuando una
pareja de policías pasó a nuestro lado. Confieso que en ese instante pensé en
abandonar el vehículo. Sin embargo aquello no pasó de un susto y ni lo incómodo
del habitáculo en el que estábamos superaba la excitación que me producían su
respiración agitada sobre mi boca y su cuerpo caliente frotándose contra el
mío. Segundos después ya no me importó ni el lugar ni la gente pasando al
rededor. Me adapté a sus deseos. Me dejé penetrar sin resistencia y luego
acepté que acabara en mi boca. En el momento el gesto me valió sus elogios y el
placer de sentir aquel fluido sobre mis labios fue lo suficientemente intenso
para no pensar en los riesgos. Recién ahora comprendo lo estúpido que era
durante esos años de mi juventud. Me bajé del coche ilusionado, con su olor todavía
impregnándome la piel y con la promesa de que volveríamos a vernos. Por
supuesto, me quedé esperando. Perdí la cuenta de la veces que pasé por el lugar
donde nos habíamos conocido aquella tarde y esa primera semana su nombre estuvo
llenando mis noches de insomnios. Afortunadamente la desilusión del momento se
diluyó con el transcurrir de los días y su
recuerdo terminó perdiéndose entre tantos otros que fui acumulando con
los años. Por eso esta tarde cuando el muchacho me preguntó mi nombre y que yo
busqué desesperadamente la respuesta en el retrovisor de mi coche tuve como una
sensación de déjà vu cuando le dije que me llamaba Joel.
J.G. Hood.
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