miércoles, 30 de julio de 2014

Gustavo.

El siguiente relato es una versión corregida de "Muchacho desconocido".
Gracias por tu visita.

Lo conocí vagando por el centro de Asunción. No recuerdo si entonces todavía estaba en el colegio o si fue después, durante ese período en el que buscaba sin éxito mi primer trabajo. Lo cierto es que lo vi en una de las plazas del centro. Estaba sentado en un banco con los brazos extendidos sobre el respaldo y las piernas abiertas de par en par. La visión de aquel muchacho ofreciéndose a los que pasábamos por ahí me resultó tentadora, demasiado para no aprovechar el banco vacío frente a él. Reconozco que fue bastante atrevido de mi parte pero, tal vez sin ese súbito ataque de osadía no estuviera contando este relato. Seguramente otro en su lugar me hubiera encontrado pesado y hasta se hubiera molestado. A él en cambio parecía no incomodarle mi mirada insistente y obstinada, como si en el fondo le gustara la poca discreción con la que me perdía en su entrepierna. En una de esas se acomodó groseramente el bulto mientras me clavaba los ojos. El movimiento de su mano había sido rápido pero lo suficientemente explícito para que lo tomara como una invitación. De un instante al otro me encontré conversando con aquel muchacho desconocido. Me dijo que se llamaba  Gustavo y que tenía unos veinte o veinticinco. La verdad su nombre es lo único que recuerdo con certeza. Lo demás son puras conjeturas mías a partir de un puñado de recuerdos que me quedan de él. En todo caso sé que era unos años mayor y si la memoria no me falla vivía por San Lorenzo. Por los pronunciados rasgos de su rostro me gusta creer que tenía orígenes indígenas pero que por vergüenza o desconocimiento no me lo había hecho saber. Esto, y la tosquedad de sus gestos, no hacían sino acentuar su masculinidad. Desde el momento en que me senté a su lado pude sentir al hombre disimulado bajo esa apariencia de muchacho imberbe. Su cuerpo era macizo y estaba marcado naturalmente. Todos sus movimientos y las palabras pronunciadas desprendían una sensualidad salvaje, casi animal que me hizo olvidar el tiempo, el hambre y el calor del mediodía. Nuestra conversación en aquella plaza se extendió hasta entrada la siesta. En realidad más que conversar estuvimos perdiendo el tiempo tratando de ponernos de acuerdo. Ninguno de los dos tenía lugar y yo era al parecer el único con algo de dinero en los bolsillos. Luego de un largo silencio de su parte y  muchas hesitaciones por mi lado, comprendí que él no cedería. No me parecía justo que fuera yo el único en pagar el hotel, sobre todo sabiendo que en ello se me iría todo el viático de una semana.  Pero como al final era yo el que más morbo tenía, acabé cediendo. Le hablé de un lugar que alquilaba piezas por una hora e incluso media. Entonces se le ocurrió otra idea y fue así como terminamos en las escaleras de aquel edificio. Yo acepté porque a esas alturas me carcomían las ganas y poco me importaba ya el lugar o las condiciones impuestas. Lo que quería era tener un minuto de privacidad con él para poder acariciar ese paquete hinchando que discretamente me había mostrado cuando estábamos sentados en la plaza. El edificio en cuestión se encontraba solamente a unas cuadras de ella y entramos a él por un pasillo estrecho que conectaba el ascensor y las escaleras con la calle. No había portero ni movimiento en la entrada, por lo que nos resultó muy fácil deslizarnos hasta la escalera y subir unos cuatro o cinco pisos para detenernos entre dos, justo allí donde la luz llegaba escaza. Él se había parado un escalón más arriba y al voltear hacia mí, me pareció mucho más imponente de lo que era. Luego se inclinó para pedirme en voz baja, al mismo tiempo que se desabrochaba el cinto, que no hiciéramos ruido. Obviamente saber que alguien podría descubrirnos en cualquier momento me hacía temblar las piernas, así que obedecí ciegamente. Mi mano, al ver aquel pedazo de carne abriéndose paso entre su bragueta, se aferró inmediatamente a él e inició un vaivén frenético producto de la excitación acumulada desde la mañana. Descubrí que casi no tenía vellos púbicos, lo que le daba a sus testículos una textura suave y delicada que contrastaba con la rigidez de su sexo. Me llamó la atención esa técnica tan particular que tenía de besar. En lugar de introducir violentamente su lengua en mi boca se limitaba solamente a dar pequeños pero continuos golpecitos con los labios. Al principio me pareció extraño pero al cabo de unos segundos tuvo el mismo efecto que un beso con lengua y me excitó incluso más, tanto que no pude anticipar las contracciones de su miembro. De pronto, una seguidilla de chorros calientes salpicándose en mi abdomen me anunció lo que estaba pasando. Por suerte él había tenido el reflejo de levantarme la camiseta unos segundos antes. Se sacudió las últimas gotas de semen a un costado y empezó a ajustarse el pantalón mientras yo trataba, con mucha dificultad, de eliminar la evidencia que quedaba sobre mí de aquel furtivo encuentro. En un abrir y cerrar de ojos estábamos saliendo a la calle, y él, sin despedirse, se marchaba con mis últimos billetes. 


J.G. Hood.