Antes
del tiempo el vacío lo llenaba todo. Sólo los dioses, infinitos en número,
contemplaban aquel universo sin vida. Uno de ellos, el viento, había creado a
un ser parecido a los hombres de hoy. Lo esculpió soplando las montañas primitivas
y le dio la belleza de los dioses. Sin embargo no consiguió que su creación se
levantara del suelo. Aquel ser
permanecía tendido sobre la tierra como atrapado en un sueño, inmóvil y desnudo
al igual que las rocas en las que fue tallado. Entonces el cielo, que también
era un dios, atraído por la belleza de aquel ser expuesto bajo sus pies se
detuvo a contemplarlo y a observar sus formas imaginándose que lo acariciaba y que
se abrazaba a él. La excitación hizo que
dejara caer unas gotas de su esperma sobre él cuerpo de la criatura. Cuando el líquido se deslizó sobre la piel de
aquel ser, éste despertó del sueño profundo en el que había nacido y allí él, que
nunca antes había visto el color del cielo, se quedó fascinado por el azul
profundo e inmenso que percibían sus ojos y parecía abarcarlo todo. Pensó que
si caminaba hasta donde se juntaba con la tierra llegaría a tocarlo. Se puso en
marcha hacia el horizonte lejano donde creía se encontraría con el cielo pero a
medida que caminaba el horizonte parecía alejarse de él y por más que corriera
rápido no lo alcanzaba. Así corrió y siguió corriendo hasta que de pronto cayó
en el dios-abismo que se abría en su camino. El cielo desesperado al ver como la criatura caía
en los brazos del otro se lanzó del firmamento para atraparla. Pudo apenas
tomarlo entre sus brazos cuando ya ambos se estrellaban contra el suelo. Del cuerpo
de aquel ser brotó la primera sangre que se mezcló a las chispas en las que se
deshizo el cielo. En el lugar surgió un
gran río de fuego rojo que colmó desfiladeros
y valles secos. Tras secarse el río, en su lecho nacieron las plantas, las
bestias y los primeros hombres. Cuentan los antiguos que allí donde los dos
cayeron, el río de fuego sigue brotando de la tierra como aquel día en memoria
de ellos.
J.G. Hood.
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