lunes, 6 de mayo de 2013

Pequeñas leyendas.

Antes del tiempo el vacío lo llenaba todo. Sólo los dioses, infinitos en número, contemplaban aquel universo sin vida. Uno de ellos, el viento, había creado a un ser parecido a los hombres de hoy. Lo esculpió soplando las montañas primitivas y le dio la belleza de los dioses. Sin embargo no consiguió que su creación se levantara del suelo.  Aquel ser permanecía tendido sobre la tierra como atrapado en un sueño, inmóvil y desnudo al igual que las rocas en las que fue tallado. Entonces el cielo, que también era un dios, atraído por la belleza de aquel ser expuesto bajo sus pies se detuvo a contemplarlo y a observar sus formas imaginándose que lo acariciaba y que se abrazaba a él. La excitación  hizo que dejara caer unas gotas de su esperma sobre él cuerpo de la criatura.  Cuando el líquido se deslizó sobre la piel de aquel ser, éste despertó del sueño profundo en el que había nacido y allí él, que nunca antes había visto el color del cielo, se quedó fascinado por el azul profundo e inmenso que percibían sus ojos y parecía abarcarlo todo. Pensó que si caminaba hasta donde se juntaba con la tierra llegaría a tocarlo. Se puso en marcha hacia el horizonte lejano donde creía se encontraría con el cielo pero a medida que caminaba el horizonte parecía alejarse de él y por más que corriera rápido no lo alcanzaba. Así corrió y siguió corriendo hasta que de pronto cayó en el dios-abismo que se abría en su camino. El  cielo desesperado al ver como la criatura caía en los brazos del otro se lanzó del firmamento para atraparla. Pudo apenas tomarlo entre sus brazos cuando ya ambos se estrellaban contra el suelo. Del cuerpo de aquel ser brotó la primera sangre que se mezcló a las chispas en las que se deshizo el cielo. En el lugar  surgió un gran río de fuego rojo que colmó  desfiladeros y valles secos. Tras secarse el río, en su lecho nacieron las plantas, las bestias y los primeros hombres. Cuentan los antiguos que allí donde los dos cayeron, el río de fuego sigue brotando de la tierra como aquel día en memoria de ellos.

J.G. Hood.

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