El túnel lo arrojó sobre el andén plagado
de gente. Avanzó sin ganas por entre los cuerpos. Conoce el trayecto de memoria
y hasta puede anticipar cada uno de sus movimientos. Mucho antes de llegar sabe
donde se detendrá, la salida que tomará al descender e incluso la posición que
elegirá esta noche al acostarse. Todo en su vida tiene un orden. En ella no hay
espacio para el azar, tampoco para las dudas. Esta especie de vida guionada le
resulta cómoda, segura. Se convence de que en cualquier otra se hubiese
abandonado a quien sabe que peligros. Él es un buen tipo, buen amigo,
trabajador irreprochable. Tal vez un poco predecible pero un tipo tranquilo
después de todo. Lo que nadie sabe es que a veces algo le altera. Algo que él no
nombra y que sin embargo conoce. Le sucede cada vez más seguido, sobre todo
ahora que se va poniendo viejo. Sube todos las mañanas al mismo vagón porque va
más vacío, porque se detiene justo frente a él. Pero esta mañana tuvo que
reaccionar rápido. Había más gente que de costumbre. Los cuerpos no cabían y
las puertas estaban cerrándose. No le quedó de otra, pasó al siguiente.
Entonces algo más que el cambio de vagón desentonó en su rutina. Le llamó la atención su presencia. Nunca antes
se habían cruzado. Él pensó en todas esas mañanas que pasaron tomando el mismo
camino pero sin verse. Por pudor o por respeto no se atrevió a mirarle de
golpe. Prefirió dejar pasar un tiempo hasta que le vencieron las ganas y empezó
a observar los detalles. Comenzaba a gustarle ese movimiento que hacía al
peinarse el pelo con las manos. Se imaginó que esas manos eran las suyas y se
vio acariciándole los cabellos. Se veía bastante joven. Le calculó unos veinte,
quizá menos porque su piel parecía apenas recién mudada. Después sobrevoló su
cuerpo. Se lo imaginó desnudo, seguramente poblado de diminutos vellos
trasparentes. De pronto comprendió que estaba deseando al muchacho. Trató de
rescatarse de esa fantasía pero sus ojos se obstinaron en los labios del chico.
Los tenía enrojecidos como si acabaran de ser devorados por otros labios. Se
preguntó si estarían tibios o húmedos, quiso mordisquearlos, abrirse paso entre
ellos, alcanzar esa lengua escarlata que ocultaba la boca del muchacho. La imagen
comenzaba a excitarle demasiado. Se sintió perturbado, avergonzado del esfuerzo
que hacía para adivinar, por debajo de la camiseta, las tetillas del chico. Quiso desvestirlo,
comenzar a lamerle el torso, la espalda, ir bajando hasta sus nalgas,
deslizarse entre ellas, con la lengua
primero, después con su sexo. Se imaginó sintiendo esa cálida estrechez
apretándole la verga. Se vio avanzando dentro del muchacho, sujetándole por la cintura y el
cuello, después plegándose sobre su espalda para besarle la boca y respirar de
ella sus gemidos. Quiso ver al muchacho cabalgar su miembro hasta que el chico
se desarmara de cansancio sobre su pecho, aunque se hubiera contentado con rozarle
la piel en aquel momento. Su sexo se lo estaba pidiendo. Sentía como brotaba un
tibia humedad en la cúspide de su miembro que amenazaba con desgarrarle la
bragueta. Por suerte la cordura, también la vergüenza, le devolvieron a su
realidad de pasajero y de desconocido. Esa imagen de padre ejemplar y buen
marido le golpeó como látigo la memoria. Se sintió incómodo. Estuvo un tiempo
desorientado en sus pensamientos. Hasta creyó ver al muchacho buscando su
mirada mientras se perdía entre la multitud que bajaba, pero de esto ya no
estaba seguro. Luego se sintió algo tonto y hasta culpable. Las horas del
trabajo le ayudaron a olvidar el episodio. Pronto todo le pareció lejano y
absurdo. No pensó en ello durante el almuerzo, tampoco pensó al salir del
trabajo. Sin embargo el regreso a casa le impone un silencio del que no puede
escapar. Inevitablemente vuelve a lo de esta mañana. Se prohibe recordarlo pero
recuerda mientras avanza sobre el andén. Se detesta pero no se detiene donde
siempre. No elije el tercero, pasa al siguiente. Una vaga esperanza le brilla
en los ojos. Ya sabe lo que hará mañana.
J.G. Hood.
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