jueves, 17 de enero de 2013

Relato III

 El túnel lo arrojó sobre el andén plagado de gente. Avanzó sin ganas por entre los cuerpos. Conoce el trayecto de memoria y hasta puede anticipar cada uno de sus movimientos. Mucho antes de llegar sabe donde se detendrá, la salida que tomará al descender e incluso la posición que elegirá esta noche al acostarse. Todo en su vida tiene un orden. En ella no hay espacio para el azar, tampoco para las dudas. Esta especie de vida guionada le resulta cómoda, segura. Se convence de que en cualquier otra se hubiese abandonado a quien sabe que peligros. Él es un buen tipo, buen amigo, trabajador irreprochable. Tal vez un poco predecible pero un tipo tranquilo después de todo. Lo que nadie sabe es que a veces algo le altera. Algo que él no nombra y que sin embargo conoce. Le sucede cada vez más seguido, sobre todo ahora que se va poniendo viejo. Sube todos las mañanas al mismo vagón porque va más vacío, porque se detiene justo frente a él. Pero esta mañana tuvo que reaccionar rápido. Había más gente que de costumbre. Los cuerpos no cabían y las puertas estaban cerrándose. No le quedó de otra, pasó al siguiente. Entonces algo más que el cambio de vagón desentonó en su rutina.  Le llamó la atención su presencia. Nunca antes se habían cruzado. Él pensó en todas esas mañanas que pasaron tomando el mismo camino pero sin verse. Por pudor o por respeto no se atrevió a mirarle de golpe. Prefirió dejar pasar un tiempo hasta que le vencieron las ganas y empezó a observar los detalles. Comenzaba a gustarle ese movimiento que hacía al peinarse el pelo con las manos. Se imaginó que esas manos eran las suyas y se vio acariciándole los cabellos. Se veía bastante joven. Le calculó unos veinte, quizá menos porque su piel parecía apenas recién mudada. Después sobrevoló su cuerpo. Se lo imaginó desnudo, seguramente poblado de diminutos vellos trasparentes. De pronto comprendió que estaba deseando al muchacho. Trató de rescatarse de esa fantasía pero sus ojos se obstinaron en los labios del chico. Los tenía enrojecidos como si acabaran de ser devorados por otros labios. Se preguntó si estarían tibios o húmedos, quiso mordisquearlos, abrirse paso entre ellos, alcanzar esa lengua escarlata que ocultaba la boca del muchacho. La imagen comenzaba a excitarle demasiado. Se sintió perturbado, avergonzado del esfuerzo que hacía para adivinar, por debajo de la camiseta,  las tetillas del chico. Quiso desvestirlo, comenzar a lamerle el torso, la espalda, ir bajando hasta sus nalgas, deslizarse  entre ellas, con la lengua primero, después con su sexo. Se imaginó sintiendo esa cálida estrechez apretándole la verga. Se vio avanzando dentro del  muchacho, sujetándole por la cintura y el cuello, después plegándose sobre su espalda para besarle la boca y respirar de ella sus gemidos. Quiso ver al muchacho cabalgar su miembro hasta que el chico se desarmara de cansancio sobre su pecho, aunque se hubiera contentado con rozarle la piel en aquel momento. Su sexo se lo estaba pidiendo. Sentía como brotaba un tibia humedad en la cúspide de su miembro que amenazaba con desgarrarle la bragueta. Por suerte la cordura, también la vergüenza, le devolvieron a su realidad de pasajero y de desconocido. Esa imagen de padre ejemplar y buen marido le golpeó como látigo la memoria. Se sintió incómodo. Estuvo un tiempo desorientado en sus pensamientos. Hasta creyó ver al muchacho buscando su mirada mientras se perdía entre la multitud que bajaba, pero de esto ya no estaba seguro. Luego se sintió algo tonto y hasta culpable. Las horas del trabajo le ayudaron a olvidar el episodio. Pronto todo le pareció lejano y absurdo. No pensó en ello durante el almuerzo, tampoco pensó al salir del trabajo. Sin embargo el regreso a casa le impone un silencio del que no puede escapar. Inevitablemente vuelve a lo de esta mañana. Se prohibe recordarlo pero recuerda mientras avanza sobre el andén. Se detesta pero no se detiene donde siempre. No elije el tercero, pasa al siguiente. Una vaga esperanza le brilla en los ojos. Ya sabe lo que hará mañana.

J.G. Hood.

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